FICCIÓN
Cuentos de Terror de Buenos Aires
Capítulo 1: Caja de Muñecas
“En los velorios, el progreso de la corrupción hace que el muerto recupere sus caras anteriores”.
Jorge Luis Borges, El Zahir
La de hoy es una típica noche oscura de verano en la ciudad.
Barrio de casas bajas, pero con nuevas construcciones amenazando la oscuridad, no parece que la quietud dure muchos años más.
A lo lejos, la tenue luna ilumina en parte una esquina, algún transeúnte silbando entre el calor, un auto transitando veloz en la noche de miércoles, ya casi es hora de dormir para todos.
Sin embargo, alguien que hoy no va a dormir es José Luis Paldoni, que está realizando su tarea habitual de custodio para una pequeña empresa barrial de seguridad privada.
Para Paldoni, esta vez las circunstancias son distintas a las de ocasiones anteriores.
Hoy debe cumplir su jornada nocturna en una antigua casa reciclada, del tipo PH. El lugar es viejo y húmedo, añoso, patio al centro, muchas habitaciones alrededor, simple, lúgubre y encantador como toda construcción de época en la capital.
Paldoni, de 59 años, está sentado en una de esas habitaciones, cenando sobre una antigua mesa de madera. Frente a él, una presa de pollo y unas papas, compradas por su esposa en la rotisería ubicada a dos cuadras y media del lugar donde viven.
Afanosamente, los cubiertos de plástico entran y salen de la clásica bandejita transparente, humectada en toda su profundidad con la grasa de la piel del pollo.
Hace mucho ruido al masticar.
Sobre la misma mesa, a un costado, descansan varios papeles desordenados, un bolígrafo y un handy.
En uno de esos ida y vuelta de la boca hacia la bandeja, el tenedor se parte al medio con un fuerte sonido.
Paldoni, molesto, emite un bufido. Sin embargo, al instante continúa su rutina alimenticia arreglándoselas para comer de alguna manera sólo con el cuchillo.
En pocos segundos olvida el tenedor. Despreocupado, porque no custodia algo que pudiera ser robado, aunque no entiende muy bien su función en esta noche de calor.
Sinceramente, Paldoni no concibe la más mínima chance de que algún ladrón se sienta tentado de ingresar al PH a robar, porque allí no hay nada importante.
Por esa misma razón, a diferencia de otras ocasiones, tampoco instalaron monitores para observar las diferentes habitaciones ni ninguna alarma especial.
Sólo está dejando pasar las horas, esperando el día, ya que por la mañana probablemente llegará gente importante para ver lo que allí se aloja.
Al tiempo que Paldoni intenta acomodar unas papas contra el borde de la bandejita, la alarma de su reloj pulsera chilla interrumpiendo la cena.
La mira sin ganas, la apaga y se levanta de su silla.
Ya es la hora de la segunda ronda nocturna. Un pequeño paseo por el patio y las habitaciones, mínimo esfuerzo, mirar por ahí, por allá y luego seguir comiendo.
Paldoni toma el handy y comienza a recorrer el lugar.
Los pasos resuenan con eco en el PH.
Abre una puerta, prende la luz y mira con atención.
Es la habitación más importante, la que debe cuidar y todavía no comprende bien del todo el porqué.
Sin embargo, algo en esta noche le pone los pelos de punta. No es la oscuridad, la pálida luna ni los ruidos de la noche de verano. Tampoco los gatos en el techo o los pasos lejanos de alguna pareja por el barrio.
Hombre grande, curtido en experiencia, ya se enfrentó a muchas cosas en su vida.
La visión del ataúd en el centro de la habitación lo saca de sus cavilaciones.
Cubierto por una blanca y lisa sábana, parecida a un sudario, el féretro está rodeado de coronas y muchos pequeños ramos de flores.
No es tampoco el cadáver bajo esa sábana lo que lo perturba.
Quizás, en el fondo, sea la tarea la que lo pone nervioso. Levantar esa sábana cada 2 horas, hasta el amanecer.
Es el momento de anotar en sus papeles: 20 de febrero, 0 hs., el cadáver continúa menguando.
Paldoni comprende que la tarea, sencilla pero morbosa, no es el problema. Lo que realmente escapa de su comprensión es ese cuerpo, que cada vez que lo mira continúa rejuveneciendo, a pesar de ser un cadáver.
Efectivamente, es la hora indicada. Levanta la sábana, mira y, tras unos segundos de turbación, vuelve a tapar al cuerpo.
El sudor en la frente. Paldoni saca de su bolsillo trasero un pañuelo y con ademanes lentos comienza a secarse.
Incrédulo, se queda quieto, mirando el cajón tapado con la sábana.
Apaga la luz, continúa la ronda nocturna, mira las otras habitaciones, el patio, espanta un gato y vuelve al pollo con papas.
No hay mucho más que hacer esta noche, además de anotar cada dos horas el estado del cuerpo. Tal vez controlar que ninguna persona haya entrado. Pero las habitaciones están vacías, los pisos de madera polvorientos.
Nada extraño.
Mientras mastica con mucho ruido una papa pinchada en el plástico cuchillo, con la mano derecha llena unas planillas, completando casilleros vacíos con números, letras, la hora y una firma.
En mitad de la tarea se frena y con la cabeza levantada se queda atento a los sonidos de la noche.
Pero no escucha nada, ya que no hay nada para escuchar.
Los muertos no hacen ruido y ni siquiera hay viento.
Muerde el bolígrafo y engrasa el capuchón. Hay algo que lo perturba, algo que tiene que escuchar en la oscuridad y no sabe bien qué.
En el calor de la noche, Paldoni vuelve a asomarse a la puerta de la habitación que ocupa. Al abrir la pesada puerta de madera, los goznes chillan con un gemido del más allá.
Parado en la puerta, Paldoni se queda atento a los no-sonidos hasta que siente un golpe seco y lejano.
Sólo un golpe, pero lo suficiente para que frunza el ceño.
Silencio de nuevo.
Paldoni, rígido junto a la vieja puerta de madera, rememora como comenzó todo.
Mirando la tele con su esposa, José Luis estaba atento al noticiero. El informe del canal 8 había sido contundente: un misterioso cadáver de una anciana de 109 años fallecida hacía tres días. El personal hospitalario se había mostrado anonadado por las condiciones de la difunta.
Al momento de morir, la señora tenía el aspecto decrépito de una persona de avanzadísima edad, con escoriaciones en la piel, manchas, las encías inflamadas y moradas. Tenía muy poco pelo y raído.
Lo curioso del caso es que, al día siguiente, mientras la familia se preparaba para el velorio, el cuerpo comenzó a presentar extraños síntomas: en lugar de entrar en estado de descomposición, y más allá de los esfuerzos de la funeraria por maquillar y presentar al cuerpo con los procedimientos típicos del caso, la señora empezó a rejuvenecer.
Dos días después, se había transformado en el cadáver de una septuagenaria.
Al día siguiente, el cadáver era de una señora mayor, quizás recién jubilada, pero con aspecto de abuela activa que hacía las compras diariamente e iba a la cola del banco con otros de su edad, para charlar largos minutos hasta ser atendida.
El noticiero de TV reenvió al estudio, donde el presentador y su coequiper informaron que un grupo de científicos extrajo células del tejido de la piel y las comenzó a analizar para determinar las razones del extraño suceso, el rejuvenecimiento del cuerpo luego de muerto.
Otro golpe despierta de sus recuerdos a Paldoni y lo hace cavilar junto a la puerta.
Si bien su tarea parecía trivial y causó burlas de sus compañeros de la empresa, “cuidar a un muerto”, “los muertos se cuidan solos”, "hay que cuidarse de los vivos y los avivados, que la calle está llena de ellos"... no era algo tan sencillo de comprender y analizar desde la lógica por todos conocida.
Este momento desafía completamente a lo que hemos conocido sobre la vida y la muerte con anterioridad. Y también, desde ya, es un diluvio de hipótesis para la ciencia.
¿Será la primera vez que sucede? ¿Por qué en Buenos Aires? ¿Por qué yo?
Todo esto pasa por la cabeza de Paldoni mientras camina lentamente por el patio del viejo PH de la calle Aranguren hacia la habitación donde descansa la muerta.
Ese golpe, “debe haber sido otro gato… o un perro”, piensa y su frente vuelve a convertirse en un mar de sudores.
Pero, en el fondo, él sabe que hay algo más. Y ese es el motivo por el que está cuidando ese cuerpo.
Parado, en medio de la noche silenciosa, no hay más ruidos. El golpe, sea lo que fuera, no parece haber venido de la casa. Mucho menos de la habitación de la muerta. De repente viento y un ladrido a lo lejos. Nada más.
Paldoni, perplejo, sonríe para sí mismo. Vuelve a recordar…
No hacía más de 30 minutos que estaba allí y ya estaba aburrido. Los velorios siempre habían aburrido a José Luis. Y la tarea de trabajar de custodio en uno era muy pero muy poco gratificante. No obstante, era el funeral de la famosa muerta que rejuvenecía, quizás tuviera algo divertido.
Alrededor del cajón había muchas personas por lo que José infirió que la muerta (en vida) habría sido muy querida. Pero la actitud de la gente era diferente.
El velorio se realizó en un PH de la calle Aranguren, propiedad de una vieja amiga de la señora.
Las personas, entre sorprendidas y temerosas, dialogaban entre sí, por lo bajo, mirando de reojo. Algunos en silencio pasaban y miraban el cadáver. Se quedaban mirando largo rato, sorprendidos, con una mueca de consternación en su rostro. Es que la muerta, en el centro de la escena funeraria, parecía una mujer de aproximadamente 40 años, cuando quienes la conocían sabían fehacientemente que fue una saludable señora que llegó a los 109.
Las manos cruzadas contra el pecho denotaban edad, pero no tantos años como tenía cuando murió.
Comenzó a sonar un teléfono celular…
Suena y suena el teléfono, sacando a Paldoni de sus recuerdos en la noche calurosa de Aranguren.
Mira la pantalla, es “el jefe”.
- “Hola, José, habla Pérez”.
- “Hola, Pérez ¿Qué dice?”
- “¿Cómo anda todo por ahí?”
- “Todo bien, como siempre ¿vio?, nada raro”.
- “Perfecto, ¿usted está bien?”
- “Sí, algo cansado nomás, pero bien. Estaba terminando de comer un poco de pollo…”.
- (Interrumpe) “Perfecto. ¿Vio el cuerpo esta noche?”
- “Sí, señor… está muy raro todo esto ¿vio? Ahora nomás es una pibita hermosa de ventialgo, o treinta… más no…”
- “Comprendo, entonces el proceso continúa. Bueno, mañana termina su tarea”
- “¿Sí?”
- “Sí. Mañana a las 10.30 de la mañana el equipo de la Oficina Forense va a buscar el cuerpo en una ambulancia privada. Lo van a llevar al Hospital de Clínicas. Ha venido el Doctor Isaías Brown desde el Hospital General de Massachussets”.
- “¡Bien! Los médicos de afuera van a saber qué tiene esa muerta”
- “Correcto. Bueno, a las 10.30 despache el cuerpo en ambulancia, a las 11 ya puede ir a descansar”
- “Bien, gracias ¿eh? mañana hablamos”
- “Adiós, José. Buen provecho”
Paldoni corta y mira la pantalla del teléfono confundido.
Está algo nervioso, definitivamente no va a volver al pollo con papas.
No puede haber nada raro en el viejo PH de Aranguren, pero, sin ninguna duda, la situación es rara y el cuerpo de esa vieja que ahora es el cuerpo de esa joven se lleva los premios a la rareza del milenio.
Caminando lentamente hacia la puerta, decide que no va a esperar a las 2 para levantar nuevamente la sábana.
Lo va a hacer ahora mismo.
En el vidrio de la puerta de madera se dibujan formas y sombras que lo ponen aún más nervioso, seguramente producto de la suave brisa de verano en las hojas de los árboles y de las nubes alrededor de la luna.
Lentamente, se acerca a la puerta.
De repente, detrás del vidrio, se enciende una luz, como si alguien hubiera prendido la lamparita de la habitación.
Paldoni, petrificado, observa la luminosidad del interior temblando, con el semblante turbado y la boca torcida en una mueca grotesca.
En el fondo de sus ojos brilla el miedo ancestral que el hombre posee genéticamente cuando se topa con algo que escapa de la lógica de su mente.
Ya no es recelo ni sospechas de “algo raro” lo que perturba a Paldoni.
Ahora es el terror el que comienza a poseer su cuerpo y su razón. Un hombre grande, de 59 años, que jamás creyó en brujas ni espíritus.
Temblando frente a la puerta, la luz prendida en el interior, la mano rígida en el aire negándose a apretar el picaporte, el corazón latiendo con una violencia que parece que va a salir por su boca. “Esto no puede estar pasando, es un sueño”, piensa Paldoni.
Armándose de una leve dosis de valor, antes de intentar ingresar, prefiere agacharse y espiar por la cerradura.
Entre la tenue luz del interior, por el pequeño hoyo sólo puede observar penumbras. Sin dudas, mirando por allí todo es más tenebroso. Lo poco que se ve, el ataúd con la manta encima, todo en orden, tal y cómo lo había dejado.
¿Habrá sido una ilusión?
¿Alguna luz furtiva en el cielo se reflejó en el vidrio de la puerta?
Pero cuando levanta su cabeza la ve. Se aleja tres pasos hacia atrás, sin poder contener el miedo, dejando caer el teléfono celular. La luz está prendida en el interior y justo detrás del vidrio hay una sombra, como preparándose para abrir la puerta. Sin dudas, se habrá acomodado allí cuando él espiaba por la cerradura.
Paldoni corre y se encierra en la habitación donde tan sólo un rato antes había estado comiendo.
Dejó el teléfono celular en el piso del patio.
Se tambalea de espaldas, se apoya contra la mesa y sin darse cuenta mete la mano en una bandejita de plástico llena de grasa y pedazos de pollo carcomidos.
Con miedo, arroja el recipiente al piso y ni siquiera intenta limpiar su mano.
Se queda parado, firme, nervioso, con la respiración entrecortada.
Pero a los pocos minutos se comienza a tranquilizar, busca el celular en su cintura y descubre la ausencia del aparato.
“Debe ser la falta de sueño”, se serena.
Se asoma sigilosamente al patio, ya más calmado. Mira para todos lados y en su campo visual ingresa el dispositivo que está buscando.
La alarma de su reloj pulsera comienza a sonar nuevamente, ya son las 2 de la madrugada y es hora de levantar la sábana.
Presiona el botón para apagar el sonido y mira hacia la puerta de la habitación del féretro. No hay ninguna luz prendida detrás del vidrio ni tampoco ninguna sombra. Ya no tiene dudas, lo sucedido fue una ilusión.
Su rostro se contrae, el sudor vuelve a aparecer, pero ya no hay miedo.
Se acerca a la puerta de la muerta, toma el picaporte firmemente con la mano derecha y abre.
La luz está apagada y el cajón en las sombras, tenuemente iluminado por la luz de luna que ingresa por la ventanita.
Presiona el interruptor para que la habitación se ilumine, se acerca y levanta el sudario.
El cadáver es ahora el de una pálida adolescente, de unos 15 años. Las vestimentas de la anciana le quedan mal, enormes y grotescas.
Paldoni le acomoda un poco el vestido y el pelo, extremadamente largo y frondoso.
“Es la falta de sueño, no tengo porque tener miedo”, se repite para sí mismo. Da medio vuelta y apaga la luz.
Sin embargo, antes de salir de la habitación un extraño impulso lo hace volver a prender la luz.
Se da vuelta.
Todo sigue igual, no pasó nada.
"¿No pasó nada?" Desconfía Paldoni, más allá de su tranquilidad aparente.
Ahora sí, vuelve a apagar la luz, pero deja la puerta abierta mientras se acerca al centro del patio a recoger del piso el teléfono celular que había dejado abandonado.
Luego de tomarlo con su mano derecha, camina un par de pasos y se sienta en el suelo con las piernas flexionadas, frente a la puerta abierta de la habitación.
Desde el piso puede ver a la perfección el ataúd tapado con la sábana.
Analizando fríamente la situación, decide que desde allí podrá controlar todo.
“Me pienso quedar acá hasta que sea la hora que te vengan a buscar, bruja…” dice en voz alta y se ríe con una carcajada.
El sol todavía no asoma, pero no tardará mucho más, ya que muy a lo lejos se ve un tenue resplandor violáceo.
Paldoni duerme y sobre su rostro cae una leve llovizna, resbalando por su frente y pómulos, en el patio del PH de la calle Aranguren.
Se despierta sobresaltado con las primeras gotas.
“¿Fue real?”.
Mueve las manos, un poco dormido todavía. Sin dudas, había pasado una mala noche.
Su mano izquierda golpea algo, lo levanta y lo mira.
Es una muñeca de trapo.
Sigue mirándola, sin entender.
Parece una muñeca muy pero muy vieja.
De repente, escucha a alguien toser.
Levanta la vista, muy temeroso, dudando de lo que puede haber allí.
Junto a la puerta entreabierta, una nena de unos 4 ó 5 años, desnuda, lo mira muy curiosa con un dedo en su boca.
Los dos se escrutan fijamente durante varios minutos, que a Paldoni le parecen eternos.
En un instante fugaz pero interminable al mismo tiempo, ella saca el dedo de su boca y sonríe de costado, señalándolo. Su mirada es extremadamente inteligente y muy poco ingenua, algo que no se condice con su edad.
Los ojos llamean y Paldoni no puede dejar de mirarlos, hipnotizado.
De repente ella se ríe, fuerte y aguda la risa en la mañana lluviosa.
Luego de eso, da media vuelta y cierra la puerta con un portazo.
“Momento, no te vayas”, grita el guardia de seguridad devenido en cazafantasmas, apretando el teléfono con su mano hasta el punto de hacer que la pantalla se quiebre.
Sin embargo, se queda sentado allí, perplejo, con un brazo extendido hacia el frente y el artefacto en su otra mano.
La muñeca de trapo en su regazo.
Son sólo unos pocos segundos, la lluvia sigue cayendo sobre su rostro, ahora un poco más fuerte. Su cara denota angustia y sorpresa.
Se incorpora lentamente, camina despacio y abre la puerta.
Paldoni ya está tranquilo.
El violáceo del cielo había ido creciendo y el sol finalmente asoma.
Con el cielo de la mañana, también ingresa luz en la habitación, así que ignora la perilla de la electricidad.
Camina unos pasos, dejando el piso mojado.
Allí no hay absolutamente nadie.
Mira hacia todos lados y nada.
Camina hasta el ataúd, que está tal y cómo lo había dejado la noche anterior.
No hay cambios, el sudario está en el mismo lugar.
Levanta la sábana.
Nada.
No hay cadáver, no hay nada, sólo la ropa de la anciana y nada más.
Una cáscara vacía.
El sol alto en el firmamento no denota la lluvia del alba
El chofer, vestido con ambo blanco, sube el ataúd vacío a la ambulancia.
Paldoni reflexiona que es demasiado extraño que, en lugar de llevar alguien en camilla, se llevaran una caja vacía.
Probablemente, los médicos extranjeros, tan eruditos ellos, analicen la ropa de la vieja y algunos cabellos que quedaron en el cajón, pero no podrán entender qué sucedió.
No podrán.
¿Qué mágico misterio envuelve a aquella pequeña que lo miraba desde la puerta y rió? ¿Cómo un cuerpo decrépito puede rejuvenecer hasta desaparecer?
Del polvo salió y al polvo volvió.
La ambulancia abandona la cuadra con su carga vacía. José Luis la ve irse, con cara de nada y cierra la puerta del viejo PH.
De repente, siente un súbito impulso de volver a la habitación del ataúd por última vez. Abre la puerta y lo ve.
En un vértice del cuarto, una hoja amarillenta, hecha un bollo.
Parece una especie de libro antiguo.
En los bordes de la hoja hay unos dibujos extraños, como símbolos jeroglíficos. Al centro, algo que parece una escritura pero que no se entiende claramente. Símbolos extraños de otros mundos.
Quizás latín o alguna otra lengua muerta.
José retiene la hoja en sus manos unos segundos, luego vuelve sobre sus pasos, arma su bolso y coloca la muñeca de trapo adentro, arriba de todo, junto con el papiro.
Lo cierra, se lo cuelga al hombro y se va caminando a su casa.
Hoy está contento: va a cenar comida casera preparada por su mujer.
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Nota del autor:
Este cuento es el “episodio piloto” de una serie llamada Cuentos de Terror de Buenos Aires, proyecto en conjunto con el cineasta Hugo Souto allá por los años 2011/2012.
Finalmente, el proyecto no vio nunca la luz en su versión fílmica, por lo que quedaron algunos pocos capítulos escritos en su versión narrativa. Al ser algo creado para ser filmado, el vocabulario no es tan literario como otras narraciones y la descripción abunda.