FICCIÓN
Cuentos de Terror de Buenos Aires
Capítulo 2: La Señora
"La mucha luz es como la mucha sombra: no deja ver".
Octavio Paz, La Mirada Anterior
Salí de trabajar más tarde que de costumbre, alrededor de las ocho de la noche. No sé porqué me ofrezco para hacer horas extras si después vivo quejándome de que no tengo tiempo para nada.
El dinero puede más, al parecer. Amo el dinero, es mi guía espiritual.
Como todos los viernes, tenía que ir a buscar a mi esposa a su clase de yoga. Pero a partir de esta semana, el Instituto comenzaba a dar clases en su nueva sede, en un edificio sobre Avenida Rivadavia, cerca de Plaza Miserere, la casa de la instructora, ya que eran pocos alumnos. Parece que iba en decadencia “la profe”.
Caminé muy lentamente, prendiendo un cigarrillo de vez en cuando, hasta que llegué a la puerta del edificio.
No tenía ganas de tomar subte, mucho calor. Además, estaba muy bien de tiempo y no podía perder la oportunidad de caminar y oxigenar un poco las neuronas. A mi edad, uno está más cerca del arpa que de los pañales y hay que ejercitar los músculos y caminar de vez en cuando.
Es la etapa en que la vida llega a la cúspide, hay que aprovechar el tiempo… a partir de los 40 todo es barranca abajo.
Bueno, nunca fui muy optimista que digamos.
Una vez que llegué a la puerta del edificio, me senté en el escalón de la entrada.
Estaba sucio, pero no importaba: yo estaba cansado.
El portero eléctrico tenía muchísimos botoncitos dorados y la distribución que tenían indicaba que había tres cuerpos en el edificio.
Tres cuerpos, 18 pisos, demasiada gente junta, un horror…
No llevaba ni cinco minutos sentado, cuando salió el encargado del edificio, aparentemente a sacar la basura, pero también a tomar un poco del aire caluroso de la incipiente noche.
Me miró desganado y me dijo que me pare, que no podía estar sentado ahí.
El overol gris gastado, tirando a verdoso, su peinado “a la gomina” lleno de canas y su aspecto, en general, desaliñado, lo hacían parecer grotesco.
Prendí un cigarrillo y lo ignoré. Seguí sentado.
Era temprano, Camila sale de yoga a las 21.30.
- ¿Qué piso? - me preguntó con malas vibraciones el encargado.
- Estoy esperando a alguien que está arriba - respondí con la misma energía.
- Bueno, pero despéjeme la puerta, por favor.
Me paré y me corrí a un costado, junto a la entrada de un negocio contiguo, una pajarería.
El encargado me miró unos segundos, con otro rostro, un poco menos rígido y más condescendiente.
Pero al instante volvió a su expresión hosca.
- ¿Sabía usted que existe una aristocracia del espíritu? - me dijo -vive por encima y al margen de la sociedad más corriente-, añadió.
Luego, sin esperar respuesta, dio media vuelta y se metió al edificio, cerrando lentamente la puerta de vidrio con marcos verdes. Una vez dentro, desde atrás del vidrio me volvió a mirar con el rostro férreo de antes, amenazante. Levantó un dedo, firme, enérgico. Dio media vuelta y se fue por el pasillo.
Yo me quedé observando todo desde mi ángulo del costado, junto a la puerta de la pajarería.
Realmente, no entendí nada.
Ni me esforcé por entender.
Viejo loco.
La disposición del hall del edificio, tras la puerta, era rara, probablemente por la cantidad de ascensores necesarios para alimentar de gente los tres cuerpos de 18 pisos cada uno.
Era de tamaño medio, con una rampa para personas con dificultad para movilizarse, paredes de cerámicos y un pasillo angosto que comunicaba con los ascensores del fondo.
En un rincón del frente, cerca de la puerta, había un espejo, una mesita circular y un sillón.
El pasillo se extendía por muchos metros y bien atrás se veía el ascensor.
Al costado nacía otro pasillo, que, aunque desde la calle no podía verlo, presumí que conducía a otro ascensor más, el que comunicaba con los pisos del primer cuerpo.
De repente, pude observar algo borroso bien al fondo del pasillo, cerca del más lejano de los elevadores. Agudicé mi visión, enfoqué, y logré delimitar los contornos de una anciana, un poquito encorvada.
Hubiera jurado que hacía un minuto no estaba allí.
La señora estaba rígida, parada firme, ni un menor temblor en su pulso. Las manos al costado del cuerpo, un vestido, zapatos, collar de perlas blancas y gastadas. El pelo teñido de marrón y una mueca muy seria en su rostro.
En ese momento pude sentir que, desde allá al fondo del pasillo, me estaba mirando fijamente.
Busqué con mi vista al encargado del edificio, pero no lo vi por ningún lado, debía estar paseando por algún piso superior.
Decidí volver a ponerme en la puerta del edificio, así que abandoné la pajarería.
Enfoqué nuevamente mi vista en la señora parada al fondo del pasillo.
Sentía que me miraba a los ojos.
Fijo a mis ojos que comenzaban a titilar en extraño brillo temeroso.
No sé por qué sentía eso, ya que desde tan lejos era imposible que me mire así y, para reforzar mi teoría, inclusive a mí me costaba divisar claramente su rostro. Sin dudas, más debía costarle a una anciana que tendría que usar lentes para observarme bien.
Pero no los tenía.
Se levantó un viento leve y algunos papeles volaron por la vereda.
Eran casi las 21 y no había mucha gente en la calle… por ser una noche de verano y a pocas cuadras de Plaza Once, tendría que haber más gente.
Los autos pasaban, pero los peatones se tomaron vacaciones.
Un gato maulló en la puerta de la pajarería y me sacó de mi concentración.
El dueño del local salió a la calle espantándolo.
Ya estaba cerrando.
Los conejos y las gallinas se movían inquietos en sus jaulas por la reacción del dueño.
No paraban de hacer ruido.
El gato se quedó, desafiante, en la vereda.
Nuevamente esa sensación de ser observado.
Pero no.
El gato no me miraba a mí, sino que miraba detrás de mí, a mis espaldas.
Me di vuelta y volví a observar dentro del pasillo.
La señora estaba varios pasos más cerca.
El viento seguía soplando, pero un poco más fuerte que antes.
Ya no tenía más dudas: me miraba a mi. Y no sólo eso: me miraba a los ojos. Directo, con una cara muy seria, un poco inclinado hacia abajo el mentón.
Parecía odiarme y yo ni la conocía siquiera.
Podía sentir que me miraba con furia y me ponía muy nervioso.
En mi cabeza podía imaginar una secuencia en la cual esa señora tenía algo pendiente conmigo, algo que la había hecho enojar. Pero no lograba comprender qué era.
Yo siempre tuve conocimiento de lo inmediato y la inmediatez me decía que me dolía la cabeza y que quería irme.
Ya no sabía qué pensar de esa abuela siniestra que me miraba.
Volví a asomarme a la vereda, buscando los cigarrillos en mi pantalón.
Saqué un paquete abollado que se me cayó al piso.
Estaba nervioso.
Cuando lo levanté, descubrí que quedaba un solo cigarrillo, doblado y roto dentro del paquete, así que lo tiré sin prenderlo.
Bufé furioso.
Traté de pensar en otra cosa, ya que todavía no bajaba Camila.
Siempre la estúpida de la profesora se quedaba charlando con sus alumnas después de clase y las retenía mucho tiempo mientras yo esperaba abajo.
Me ponía nervioso. Y sumado a eso, esa anciana con su mirada de fuego.
Quería que Camila bajara pronto, lo más rápido posible.
Miré hacia la calle.
¿Tan pocos autos y peatones había a esa hora de un viernes? ¿Se habrían ido todos de vacaciones?
Nuevamente me sacaron de mis cavilaciones: un gemido en un algún balcón superior, sobre mi cabeza, algún bebé quizás.
Junto a mí, el gato de antes, mirando fijamente a mis espaldas.
No me animaba a darme vuelta. No quería ver a la anciana.
La puerta del edificio se abrió y yo ya imaginaba a la abuela junto a mí, con su cara de odio, reprochándome algo sin abrir su boca, odiándome con la mente y penetrando en mi cerebro con imágenes llenas de furia.
Una mano en mi hombro, grité asustado.
Era el encargado del edificio.
- Epa… no se asuste… Espera a alguien del octavo, ¿no?
- Sí- respondí titubeando
- ¿Quiere esperar adentro mejor? Se está levantando viento…
- No, no… espero afuera, gracias
- Bueno- me respondió encogiéndose de hombros, con una semisonrrisa socarrona. - No se olvide lo que le dije. Su acompañante lo sabe bien.
Y dicho esto se fue caminando hacia el lado de Plaza Once, quizás hacia algún negocio a comprar algo.
Volví a mirar y sí… allí estaba.
Aunque no dejó de perturbarme verla, sabía que ella iba a estar ahí, cerca del vidrio, a unos cinco pasos, muy cerca de mí, caminando lentamente hacia la puerta.
Se acercó, mirándome fijamente. O eso me parecía.
El gato salió corriendo y se paró más lejos, para observar a la señora desde un lugar más seguro. Yo la miré fijo, hipnotizado.
La anciana se quedó detrás de la puerta con el mismo gesto serio, mirándome con las pupilas inyectadas en asco.
Por mi cara caían, gruesas y pesadas, las gotas de sudor. Mi mandíbula se movía bruscamente, pero no podía despegar ningún grito de ella. Tampoco podía moverme. Tenía miedo, pero ella no, con su rostro serio, levemente inclinado hacia abajo.
Levantó su mano izquierda, con el codo flexionado, como saludándome.
Pero parecía un gesto más agresivo, no lo lograba identificar.
No soportaba más la situación. Con mucho esfuerzo, me separé un poco de la puerta. La anciana seguía con el brazo levantado.
En ese momento, ella cerró sus ojos durante un breve instante, su rostro dejó de estar tensionado y me sonrió, con la mirada perdida en algún punto. Luego, estiró sus brazos hacia mí, atravesando la puerta de vidrio sin romperla, con una risa que mezclaba locura con rencor, mostrando los dientes. Las manos cerradas como garras de algún ave de rapiña.
El gato erizó su pelaje y la señora parecía tan agresiva, como si quisiera atacarme, que no pude evitar seguir retrocediendo.
La única persona allí, frente a ella, era yo.
Sea lo que fuera lo que le había hecho, parecía que me odiaba.
Estaba lejos de tranquilizarme y, para colmo, la anciana gritó.
Un sonido desgarrador, trepidante, gritó fuerte y agudo. Mis oídos ardían de dolor. Una pequeña gota de sangre brotó por lóbulo de mi oreja izquierda.
Corrí asustado hacia un costado y me caí al piso.
El gato se quedó junto a mí y pensé que podía ser un buen aliado contra ese miedo que no comprendía. Acaricié su pelaje, buscando calma, pero al darme vuelta la señora seguía allí, sonriéndome irónicamente.
Un nuevo cambio en mi semblante y las imágenes en mi mente ya no eran de furia sino de horror.
Volví al gato, me sentí extrañamente calmado.
La señora me miró con pena, ahora sí, directamente a mis ojos.
Comprendí que la furia y la agresión no eran para mí, pero sí la lástima.
El celular sonó: “ya voy bajando”, decía el mensaje.
Al fin. Miré el reloj: 21.45, no fue tanta la espera.
Me di vuelta y la señora seguía ahí, pero sentada en el silloncito del fondo del pasillo nuevamente, con las piernas cruzadas y una mano en su mentón, mirándome, seria.
De a ratos sus ojos se movían hacia los lados, como buscando algo, su mirada se endurecía y luego volvía a mi, mirándome con pena.
Camila bajó, le pasó por al lado y ni se inmutó, como si no la hubiera visto.
- Hola, mi amor.
- Hola -, saludé mirando hacia adentro, donde la señora seguía sentada, mirándome seria, con la misma expresión inmutable.
- ¿Pasa algo, Emiliano? ¿Por qué te tocás la oreja?
- Nada… esa señora… es rara, me mira raro, no sé…
- ¿Qué señora?
- La que está ahí en el silloncito.
- Ni la vi... - dijo ella. La rodeé con un brazo y dimos la vuelta para emprender el camino de regreso a nuestra casa. Pensaba en las palabras del encargado, mi acompañante sabe algo. Quizás Camila podría aclararme la situación o quizás no. En la cena le preguntaré.
La señora se levantó del silloncito y miró de nuevo con furia, levantó su brazo izquierdo con el puño cerrado, amenazando al espíritu que acompañaba a Emiliano y que lo acompañaría hasta el final de sus días.
Era un espíritu de una mujer desaliñada, con un vestido muy sucio y desgastado de color rosado pálido. Sus pies descalzos estaban lastimados, llenos de tierra y con la piel ligeramente quemada. De una de las pocas uñas que le quedaban, brotaba un hongo aparentemente infectado. Sus brazos caían como anclas junto al cuerpo. El pelo sucio y desaliñado, sobre el rostro.
El espectro sonrió irónicamente a la señora, que estaba tras la puerta del edificio y dio la media vuelta, para irse junto a Emiliano y su esposa.
Se había librado una batalla espectral entre dos fuerzas antagónicas y uno de los testigos no había sabido identificar lo sucedido.
La señora volvió a sentarse, lentamente, con cara triste.
El encargado pasó entró desde la calle y pasó caminando junto a su lado, arrastrando unas bolsas con comida y productos de limpieza. Le deseó buenas noches. Ella respondió con una sonrisa.
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Nota del autor:
Segundo episodio de Cuentos de Terror de Buenos Aires, proyecto en conjunto con el cineasta Hugo Souto allá por los años 2011/2012.
Finalmente, el proyecto no vio nunca la luz en su versión fílmica, por lo que quedaron algunos pocos capítulos escritos en su versión narrativa. Compartiré en este espacio algunos más a futuro.